Tengo un punto de sangre y miel en la planta de mi pie izquierdo.
Un aguijón enterrado.
Lo supe cuando su veneno traspasó mi linea sanguínea del tobillo derecho,
de hecho lo supe cuando sangré azúcar en forma de manzanillas por mis rodillas.
Mis lágrimas del ojo gris con triplemetropia escurrían en caminos amarillos,
formando geografías de cristales, y chiquitos mapas,
y
mentales,
guías
de viaje,
y
en el otro; solo caía sal de mar.
Mis lágrimas del pecho en cambio eran más bien azules,
de mercurio y como en una copa,
el reflejo del vino en un sábado de algún mes de otoño,
eran ligeras, lúcidas y tentadoras, con imanes tibios, magnéticos.
Mis lágrimas de las palmas fueron en sí las más cálidas,
con vapores de azufre y olor a guirnaldas,
con calor de suspiros y sabor de granadas;
muy rojas, como espinelas, como vainas de canelas.
En mí el dolor palpita aún,
pero en ti la muerte ya habita de planta.
Y como una planta,
Ahogada, en el mismo lugar de la semilla fecundada,
te compadezco.
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